domingo, 20 de julio de 2025

LA FE EN LOS POLÍTICOS Y EL OLVIDO DE LA LIBERTAD

En tiempos de polarización creciente, crisis económicas e incertidumbre global, muchos ciudadanos parecen haber encontrado refugio en figuras políticas que prometen orden, justicia o redención. Esta tendencia, lejos de ser un fenómeno exclusivamente contemporáneo, refleja una constante histórica: la tentación de delegar la responsabilidad individual en manos de una autoridad que “sepa lo que hace”.

Es natural, hasta cierto punto. Vivimos en sociedades complejas, con problemas que desbordan a menudo la comprensión cotidiana. Frente a ese desorden, resulta reconfortante creer que hay alguien con un plan claro, una visión firme y una capacidad casi mágica para resolverlo todo desde arriba. Pero esa comodidad tiene un precio. Cuando depositamos nuestra confianza ciega en los políticos, dejamos de lado el principio más básico sobre el que se construye una sociedad libre: la soberanía del individuo.

La adhesión incondicional a ciertos partidos o líderes rara vez nace de un análisis racional de sus propuestas. En su lugar, se apoya en factores psicológicos y emocionales profundos. Las personas necesitan sentirse parte de algo, pertenecer a una comunidad, reafirmar su visión del mundo. La política, como la religión o el deporte, ofrece símbolos, enemigos, promesas y certezas. Es un terreno fértil para la fidelidad emocional, pero también para la manipulación.

Uno de los principales mecanismos que refuerzan esta lealtad ciega es el llamado sesgo de confirmación. Quienes ya simpatizan con un político tienden a interpretar toda nueva información de forma favorable, justificando errores, ignorando contradicciones y amplificando los aciertos. La figura del líder se convierte así en un tótem moral al que se defiende no por lo que hace, sino por lo que representa. La crítica se convierte en traición y el debate, en confrontación personal.

A esto se suma la debilidad estructural de nuestros sistemas educativos, que rara vez fomentan el pensamiento crítico, el análisis económico riguroso o la comprensión del poder político. Sin estas herramientas, muchos ciudadanos están a merced de discursos populistas, vacíos de contenido real pero llenos de carga emocional. Promesas como “la vivienda es un derecho”, “el Estado no dejará a nadie atrás” o “vamos a hacer pagar a los ricos” funcionan no porque estén bien fundamentadas, sino porque apelan a deseos inmediatos y resentimientos latentes.

Desde una visión liberal, esto debería alarmarnos. La política no debería ser un terreno para el culto al líder, sino un espacio limitado, acotado por normas, en el que se garantice la libertad de las personas a vivir sus vidas como consideren mejor. Cuando los políticos adquieren un papel central en nuestras expectativas de progreso o bienestar, es señal de que el equilibrio se ha roto. No es su función resolver nuestras vidas, sino asegurarse de no interferir en ellas más allá de lo estrictamente necesario.

Además, esta fe en el poder político genera una creciente dependencia del Estado. Se pide que intervenga en el mercado, que subsidie, que prohíba, que regule, que redistribuya. Y cuanto más interviene, más fallos genera, lo que lleva a más intervenciones para corregir las anteriores. Es un círculo vicioso que desplaza a la sociedad civil, al emprendimiento privado, a las redes solidarias y a la iniciativa individual.

No se trata de negar que el Estado tenga un papel que cumplir. Pero sí de recordar que su poder debe ser limitado, vigilado y constantemente cuestionado. Una ciudadanía verdaderamente libre no es aquella que se entrega con entusiasmo al político de turno, sino la que desconfía por principio de cualquier concentración de poder y se responsabiliza activamente de su propio destino.

En definitiva, debemos recuperar una visión adulta de la política. Una en la que los ciudadanos no se comporten como súbditos esperando favores, sino como individuos conscientes de su dignidad, de sus derechos y de sus límites. Frente a los cantos de sirena de los salvadores políticos, la mejor defensa sigue siendo una ciudadanía informada, crítica y profundamente celosa de su libertad.

 

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