En tiempos de polarización creciente, crisis económicas e incertidumbre global, muchos ciudadanos parecen haber encontrado refugio en figuras políticas que prometen orden, justicia o redención. Esta tendencia, lejos de ser un fenómeno exclusivamente contemporáneo, refleja una constante histórica: la tentación de delegar la responsabilidad individual en manos de una autoridad que “sepa lo que hace”.
Es natural, hasta cierto punto. Vivimos en sociedades
complejas, con problemas que desbordan a menudo la comprensión cotidiana.
Frente a ese desorden, resulta reconfortante creer que hay alguien con un plan
claro, una visión firme y una capacidad casi mágica para resolverlo todo desde
arriba. Pero esa comodidad tiene un precio. Cuando depositamos nuestra
confianza ciega en los políticos, dejamos de lado el principio más básico sobre
el que se construye una sociedad libre: la soberanía del individuo.
La adhesión incondicional a ciertos partidos o líderes
rara vez nace de un análisis racional de sus propuestas. En su lugar, se apoya
en factores psicológicos y emocionales profundos. Las personas necesitan
sentirse parte de algo, pertenecer a una comunidad, reafirmar su visión del
mundo. La política, como la religión o el deporte, ofrece símbolos, enemigos,
promesas y certezas. Es un terreno fértil para la fidelidad emocional, pero
también para la manipulación.
Uno de los principales mecanismos que refuerzan esta
lealtad ciega es el llamado sesgo de confirmación. Quienes ya simpatizan
con un político tienden a interpretar toda nueva información de forma
favorable, justificando errores, ignorando contradicciones y amplificando los
aciertos. La figura del líder se convierte así en un tótem moral al que se
defiende no por lo que hace, sino por lo que representa. La crítica se
convierte en traición y el debate, en confrontación personal.
A esto se suma la debilidad estructural de nuestros
sistemas educativos, que rara vez fomentan el pensamiento crítico, el
análisis económico riguroso o la comprensión del poder político. Sin estas
herramientas, muchos ciudadanos están a merced de discursos populistas, vacíos
de contenido real pero llenos de carga emocional. Promesas como “la vivienda es
un derecho”, “el Estado no dejará a nadie atrás” o “vamos a hacer pagar a los
ricos” funcionan no porque estén bien fundamentadas, sino porque apelan a
deseos inmediatos y resentimientos latentes.
Desde una visión liberal, esto debería alarmarnos. La
política no debería ser un terreno para el culto al líder, sino un espacio
limitado, acotado por normas, en el que se garantice la libertad de las
personas a vivir sus vidas como consideren mejor. Cuando los políticos
adquieren un papel central en nuestras expectativas de progreso o bienestar, es
señal de que el equilibrio se ha roto. No es su función resolver nuestras
vidas, sino asegurarse de no interferir en ellas más allá de lo estrictamente
necesario.
Además, esta fe en el poder político genera una creciente
dependencia del Estado. Se pide que intervenga en el mercado, que subsidie,
que prohíba, que regule, que redistribuya. Y cuanto más interviene, más fallos
genera, lo que lleva a más intervenciones para corregir las anteriores. Es un
círculo vicioso que desplaza a la sociedad civil, al emprendimiento privado, a
las redes solidarias y a la iniciativa individual.
No se trata de negar que el Estado tenga un papel que
cumplir. Pero sí de recordar que su poder debe ser limitado, vigilado y
constantemente cuestionado. Una ciudadanía verdaderamente libre no es aquella
que se entrega con entusiasmo al político de turno, sino la que desconfía por
principio de cualquier concentración de poder y se responsabiliza activamente
de su propio destino.
En definitiva, debemos recuperar una visión adulta de
la política. Una en la que los ciudadanos no se comporten como súbditos
esperando favores, sino como individuos conscientes de su dignidad, de sus
derechos y de sus límites. Frente a los cantos de sirena de los salvadores
políticos, la mejor defensa sigue siendo una ciudadanía informada, crítica y
profundamente celosa de su libertad.
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