En la historia política reciente de España, pocas figuras han sido tan controvertidas y a la vez tan determinantes como la de Felipe González. Presidente del Gobierno desde 1982 hasta 1996, su legado ha sido objeto de encendidos debates y fuertes valoraciones tanto positivas como negativas. Desde la óptica liberal, es común que su etapa sea analizada con críticas centradas en el papel expansivo del Estado, la intervención en la economía y las políticas socialdemócratas que caracterizaron su gestión. Sin embargo, hay un aspecto clave y menos comentado que merece una revisión pausada: el sacrificio y la valentía política que mostró en la recta final de su mandato, cuando priorizó el bien de España por encima de su propio interés político e ideológico.
La encrucijada de una España
que pedía cambio
Durante
los primeros años de gobierno de Felipe González, España vivió una
transformación profunda: la modernización del aparato industrial, la integración
en la Comunidad Económica Europea, la ampliación del estado de bienestar y la
consolidación democrática tras la dictadura franquista. Sin embargo, esta etapa
también mostró sus límites. La estructura productiva española estaba anclada en
sectores poco competitivos y altamente subvencionados, con empresas públicas
deficitarias y un elevado paro estructural.
En
este contexto, a principios de los años 90, España afrontaba la necesidad
urgente de acometer una reconversión industrial y una racionalización del gasto
público, desafíos difíciles y políticamente costosos. Aquí fue donde Felipe
González tomó decisiones que, desde una perspectiva liberal, pueden valorarse
como un auténtico acto de responsabilidad y compromiso con el interés general.
Reconversión industrial y
privatizaciones: medidas dolorosas pero necesarias
El
proceso de reconversión industrial implicó cerrar o transformar sectores
obsoletos y poco rentables, como la minería o la siderurgia, lo que conllevó la
pérdida de empleos y el malestar de sindicatos y trabajadores. Además, González
inició la privatización de empresas públicas deficitarias, un giro
significativo que buscaba mejorar la eficiencia económica y cumplir con las
exigencias del mercado europeo.
Estas
medidas supusieron un distanciamiento de sus bases sociales tradicionales, que
históricamente habían apoyado al PSOE, y erosionaron el respaldo político que
había mantenido durante más de una década. Aun así, González perseveró,
consciente de que la España del futuro requería adaptarse a una economía más
competitiva y abierta.
Este
episodio es especialmente relevante porque demuestra que, a pesar de su
ideología socialdemócrata, González no cedió a la tentación de mantener
políticas populistas o clientelistas para conservar el poder. En cambio, optó
por priorizar la salud económica y la estabilidad institucional, sacrificando
su popularidad y, finalmente, su presidencia.
Un gesto poco reconocido
desde la izquierda y la derecha
El
sacrificio de González ha sido en gran medida ignorado o subestimado en el
discurso político y mediático, tanto por sus detractores como por algunos
sectores de su propia izquierda.
Para
la derecha política española, el legado de González a menudo se reduce a una
narrativa de corrupción o de intervención estatal excesiva. Sin embargo, esta
visión simplista pasa por alto su capacidad para afrontar reformas
estructurales complejas y asumir las consecuencias electorales.
Por
otro lado, en sectores progresistas o socialdemócratas, el final de la etapa de
González tiende a ser minimizado o incluso ocultado, quizás porque esas
decisiones difíciles contrastan con la imagen de un PSOE más orientado al
consenso social y al Estado del bienestar.
Un
reconocimiento honesto debería transcender estas lecturas parciales. La política,
como disciplina de la responsabilidad, exige decisiones difíciles, y González
las tomó, con un grado de pragmatismo que puede resultar inspirador para
cualquier corriente política que valore la gobernanza responsable y el bien
común.
Una lección para el
liberalismo y la política actual
Desde
una perspectiva liberal, el gesto de Felipe González representa un ejemplo valioso.
Si bien no comparto su modelo económico intervencionista
ni muchas de sus políticas, no se puede negar que puso por delante el interés
general y la viabilidad del país, incluso a costa de su carrera política
personal.
Este
tipo de liderazgo responsable es lo que muchas democracias modernas necesitan,
especialmente en un tiempo marcado por la polarización, el cortoplacismo y la
instrumentalización política de los conflictos sociales.
Además,
su ejemplo invita a reflexionar sobre la importancia de la responsabilidad
institucional y la aceptación de la alternancia en el poder, valores esenciales
para la estabilidad y madurez democrática.
Conclusión: reconocer sin
idealizar
Reconocer
el mérito de Felipe González en esta etapa no implica idealizar su gobierno ni
negar los errores y escándalos que también marcaron su etapa. Se trata de
rescatar un gesto político que, desde el liberalismo, puede ser visto como un
acto de compromiso con el bien común, la modernización y la estabilidad
institucional.
En
un mundo político donde la demagogia y la polarización parecen prevalecer,
recordar el sacrificio de un líder que, más allá de sus ideas, puso el país por
encima de sus intereses personales es un ejercicio necesario.
Felipe
González puede no ser el presidente liberal que muchos hubieran deseado, pero
sí fue un presidente que, al menos en el momento más difícil, se comportó como
un verdadero estadista. Y ese es un legado que merece mayor reconocimiento en
el debate político español contemporáneo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario