El Estado no puede calcular si sus decisiones económicas son eficientes, porque le faltan los precios reales del mercado
En los últimos años he ido modificando profundamente mi forma de pensar en materia económica. El contacto con autores como Ludwig von Mises, Friedrich Hayek, Carl Menger o Frédéric Bastiat, así como con divulgadores actuales como Juan Ramón Rallo o Daniel Lacalle, me ha llevado a una conclusión clara: soy liberal. No por ideología vacía, sino por convicción racional. Y de todas las ideas que me han marcado en este camino, hay una que me parece especialmente reveladora: el Estado no sabe si lo que hace tiene sentido económico, porque no puede medirlo.
¿Cómo se mide el éxito en lo público?
En una empresa privada, el éxito es fácil de medir: si vendes algo que la
gente quiere comprar, a un precio superior al coste de producirlo, estás
creando valor. Si no, pierdes dinero, y el mercado te empuja a mejorar o a
cerrar. Es un sistema duro, pero extremadamente eficaz. Los precios de mercado
te dicen lo que vale cada cosa, y el beneficio o la pérdida te indican si estás
asignando bien los recursos.
Ahora bien, ¿cómo mide el Estado el éxito de sus acciones? ¿Cómo sabe si un
colegio público, un hospital, una rotonda o un plan de empleo están bien
gestionados? La respuesta es que no lo sabe. Puede presentar cifras de
gasto, presupuestos ejecutados, o resultados cuantitativos (cuántos atendidos,
cuántas camas, cuántos talleres realizados), pero eso no le dice si ha
creado valor o lo ha destruido. ¿Valor en relación con qué? ¿Con qué
alternativa? ¿A qué coste de oportunidad?
Se suele hablar de “precio de coste”, pero ¿cuál es ese coste si el Estado
es quien fija todos los precios internos? ¿Qué significa “eficiencia” cuando no
hay competencia, ni precios de mercado, ni consumidores eligiendo
voluntariamente?
El problema del cálculo económico
Este problema fue formulado con precisión matemática por Ludwig von
Mises en 1920, en un ensayo histórico titulado El cálculo económico en
el régimen socialista. Su tesis era simple pero demoledora: si no hay
propiedad privada de los medios de producción, no puede haber precios reales
para ellos, y sin precios no hay forma racional de decidir cómo asignar los
recursos escasos.
En otras palabras: si todo lo produce el Estado, ¿cómo sabe si conviene
construir un hospital o una carretera? ¿O si es mejor emplear a 100
personas en limpiar calles o en digitalizar archivos? En un mercado, los
precios nos dan esa información porque reflejan millones de decisiones
descentralizadas. Pero en el Estado, no hay tal sistema de señales. Lo único
que queda es la arbitrariedad política.
El socialismo real, como el soviético, naufragó por esta razón. No por
falta de esfuerzo, ni de planificación, ni de técnicos. Simplemente, no
tenían cómo saber si lo que hacían era útil, porque sin precios no se
puede calcular.
La historia de una escuela olvidada
La Escuela Austriaca de Economía, a la que pertenecen Mises y Hayek,
nació en el siglo XIX con Carl Menger, quien formuló una teoría
subjetiva del valor que revolucionó el pensamiento económico. Frente a teorías
objetivas o laborales del valor (como la de Marx), Menger explicó que el valor
lo determina la utilidad que cada individuo le da a un bien, no la cantidad de
trabajo que lleva producirlo.
Este enfoque llevó a entender el mercado como un proceso de
descubrimiento, donde los precios transmiten información que nadie posee
completamente, y donde el empresario cumple un rol esencial al asumir riesgos e
innovar. Para los austríacos, el mercado no es una máquina que necesita ser
intervenida, sino un orden espontáneo que surge de la libre interacción entre
individuos.
Este pensamiento ha sido marginado durante décadas por el predominio del
keynesianismo y el intervencionismo estatal, pero en tiempos de crisis, como la
de 2008 o la reciente inflación post-pandemia, sus advertencias resuenan con
fuerza.
Comparación: mercado vs. Estado
Imaginemos dos formas de organizar una cafetería. En la primera, cada
decisión —qué café servir, cuántos camareros contratar, qué precio poner— la
toma el dueño, que arriesga su capital y depende del juicio de sus clientes. Si
se equivoca, pierde dinero. Si acierta, gana y puede crecer.
En la segunda, una autoridad central decide desde un despacho cuántas
cafeteras comprar, cuántas horas trabajar, cuánto café consumir. No hay
clientes reales, solo “usuarios”. No hay precios reales, solo costes
planificados. No hay beneficios ni pérdidas, solo informes de actividad. ¿Cuál
crees que funcionaría mejor a largo plazo?
Esta segunda opción es el modelo del Estado. Puede sostenerse mientras
tenga ingresos fiscales, pero nunca sabrá con certeza si lo hace bien o mal. No
tiene mecanismos automáticos de corrección. Depende de la voluntad política, no
de la verdad económica.
El coste invisible del gasto público
Cuando un político anuncia una obra pública o un nuevo servicio estatal, lo
presenta como un beneficio. Pero lo que no se ve —como advertía Bastiat— es lo
que se deja de hacer con esos recursos. Si se gasta un millón en un parque
vacío, ese dinero no va a mejorar escuelas, ni a bajar impuestos, ni a reducir
deuda. Y como no hay precios de mercado, nadie puede evaluar si fue una buena
decisión.
Esto no significa que todo lo público sea inútil. Pero sí significa que el
Estado debe ser prudente, limitado y consciente de sus limitaciones. No
puede imitar al mercado, ni reemplazarlo, porque no puede generar los precios
ni los incentivos que hacen posible el cálculo económico.
Conclusión: una lección urgente
Si entendemos esta idea, quizás dejemos de pedir al Estado que intervenga
en todo. La buena intención no basta. Hace falta información, incentivos,
disciplina... y eso, en economía, solo lo proporciona el mercado.
Lo que no tiene precio, no se puede medir. Y lo que no se puede medir, no
se puede mejorar.
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