La palabra “monopolio” suele despertar alarma. Nos imaginamos a una empresa gigante que domina un mercado, impone precios abusivos y aplasta a sus competidores. Esta visión está profundamente arraigada en el discurso político, en las leyes antimonopolio y en la enseñanza económica convencional. Sin embargo, el economista libertario Murray Rothbard ofrece una visión radicalmente distinta: el verdadero monopolio no nace del mercado libre, sino del privilegio legal otorgado por el Estado.
En su obra El hombre, la economía y el Estado,
Rothbard desmonta la idea de que la concentración empresarial, por sí sola,
constituye una amenaza para el consumidor. Para él, mientras no haya barreras
legales que impidan la entrada de nuevos competidores, incluso la empresa más
dominante debe seguir sirviendo al consumidor o arriesgarse a desaparecer. Lo
que a menudo se señala como “abuso de poder” empresarial es, en realidad, la
consecuencia de elecciones libres: consumidores que prefieren a un proveedor
sobre otro.
El verdadero monopolio, según Rothbard, surge cuando
el Estado impide que otros entren a competir. Un ejemplo histórico
de monopolio legal lo encontramos en los antiguos servicios postales estatales,
que durante décadas prohibieron cualquier competencia en la entrega de cartas.
Aunque hoy muchos países han liberalizado parcialmente este sector, aún
persisten restricciones
y privilegios legales en áreas clave, como la entrega exclusiva
en buzones o el correo oficial. Y lo mismo ocurre en otros sectores más
visibles: desde taxis hasta servicios médicos.
Pero este tipo de monopolio legal no se limita a
empresas estatales. Rothbard señala otros casos menos evidentes pero igual de
dañinos para la libertad económica: las licencias profesionales, las
patentes y ciertos sindicatos.
Tomemos las licencias profesionales. Para ser médico,
abogado o incluso taxista en muchos lugares, se requieren permisos y títulos
otorgados por el Estado o por colegios profesionales con poder regulatorio. En
teoría, estas licencias protegen al consumidor. En la práctica, reducen la
oferta, encarecen los servicios y protegen a los profesionales ya
establecidos, bloqueando la entrada de nuevos competidores capaces y creativos.
Las patentes, por su parte, otorgan derechos
exclusivos sobre ideas y descubrimientos por largos períodos. Aunque se
defienden como incentivos para la innovación, en muchos casos terminan
funcionando como barreras artificiales que impiden el desarrollo de
mejoras o soluciones alternativas. ¿Qué ocurre si alguien llega a la misma idea
de forma independiente? No importa: la patente le impide usarla.
Rothbard también critica el papel de los sindicatos
cuando, apoyados por leyes laborales, pueden impedir que otros trabajadores
ofrezcan sus servicios en mejores condiciones. No se trata de asociaciones
voluntarias que negocian en nombre de sus miembros, sino de estructuras que, en
algunos casos, tienen poder legal para excluir a quienes no formen parte
de ellas. Esto, argumenta, es una forma de monopolio laboral.
Frente a estas realidades, Rothbard defiende un
principio claro: en un mercado verdaderamente libre, ninguna empresa puede
ejercer un poder duradero sin el respaldo del Estado. Si una empresa cobra
demasiado o produce mal, deja la puerta abierta a que otra entre y le arrebate
a sus clientes. La amenaza constante de la competencia potencial es el
verdadero regulador del mercado.
Por supuesto, esta visión choca con décadas de
pensamiento dominante y con el intervencionismo aceptado como sentido común.
Pero vale la pena considerar su lógica: si la competencia es buena, ¿por qué
toleramos leyes que la restringen? Si queremos proteger al consumidor, ¿por qué
castigamos a quienes intentan ofrecer alternativas?
Conclusión
La crítica de Rothbard nos obliga a repensar el concepto
de monopolio. No como el resultado de una dinámica de mercado, sino como una distorsión
impuesta desde arriba. Quizá no necesitamos más reguladores, sino menos
privilegios legales. El mejor antídoto contra el poder abusivo no es más poder
estatal, sino más libertad de entrada, más competencia, y más respeto por las
decisiones voluntarias de millones de consumidores.
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