domingo, 27 de julio de 2025

COMO DESCUBRÍ EL LIBERALISMO (Y POR QUÉ NOS ES LO QUE MUCHOS CREEN)

Durante muchos años compartí sin cuestionarlo el discurso habitual sobre lo público, el papel del Estado y la economía. Como muchos, pensaba que el mercado tenía su función, pero que debía ser limitado, vigilado, corregido. Que el Estado debía encargarse de “lo importante”, que lo público era sinónimo de justicia social, y que los servicios esenciales no podían dejarse al beneficio privado.

Ese modo de pensar me parecía de sentido común. Pero, poco a poco, empecé a encontrar argumentos que no solo cuestionaban esa visión, sino que la desmontaban desde la lógica, la ética y la economía real. A través de vídeos y lecturas de economistas como Juan Ramón Rallo, Daniel Lacalle y Jesús Huerta de Soto, llegué a los grandes autores del pensamiento liberal clásico y de la Escuela Austriaca: Mises, Hayek, Menger, Bastiat. Lo que encontré no fue un dogma, sino una forma coherente y profunda de ver la sociedad: un respeto radical por la libertad individual y una defensa del mercado como orden espontáneo y racional.

Hoy me considero liberal. Y una de las ideas que más ha transformado mi forma de entender la economía es la que plantea Mises en su célebre ensayo de 1920: el problema del cálculo económico en el socialismo. Una idea poderosa, pero ignorada.

Sin precios, el Estado no puede calcular

Mises demostró que, en una economía donde el Estado posee los medios de producción, no pueden existir precios formados por el mercado, porque no hay propiedad privada ni intercambio voluntario. Y si no hay precios reales, no se puede saber el coste real de nada. No se puede calcular si una inversión tiene sentido económico, si un servicio es eficiente, si se está creando o destruyendo valor.

En el mercado, el empresario toma decisiones en función de precios, costes y beneficios. Si se equivoca, pierde dinero. Si acierta, gana. El sistema corrige sus errores automáticamente. Pero en el Estado, no hay beneficios ni pérdidas reales, solo ejecución presupuestaria. Se gasta, se anuncia, se inaugura, pero ¿cómo se mide si ha valido la pena? ¿Cómo sabemos si los recursos se usaron bien?

Esa es la gran diferencia: el mercado tiene un sistema de señales y disciplina; el Estado, no. Y eso lo vuelve inherentemente ineficiente, incluso cuando sus intenciones son buenas.

“Si hace falta, se hace”: una idea peligrosa

Muchos, cuando escuchan esta crítica al gasto público, responden con algo que parece de sentido común:

“Bueno, si hace falta un hospital o una carretera, se hace. No hay que pensar en beneficios”.

Pero esa frase encierra varios problemas graves.

Primero, ¿quién decide qué es “necesario”? En el mercado, lo decide la gente con sus actos voluntarios: pagando por lo que valora. En el Estado, lo decide un político, un burócrata, o un planificador, sin incentivos a acertar ni consecuencias por equivocarse.

Segundo, incluso si algo parece necesario, eso no basta. Los recursos son escasos. Cada euro gastado en una cosa es un euro que no va a otra. Construir un hospital puede sonar bien, pero ¿y si lo que hacía falta era contratar médicos o modernizar el que ya existe? ¿Y si ese dinero hubiese sido más útil en otro servicio o en manos del contribuyente que lo ganó?

Tercero, el hecho de hacer algo no garantiza que se haga bien. España está llena de ejemplos de obras públicas inútiles: aeropuertos vacíos, estaciones de AVE sin pasajeros, centros culturales sin actividad. Se hicieron. Costaron millones. ¿Fueron necesarias? Tal vez sobre el papel. Pero si hubieran dependido de una inversión privada, probablemente no se habrían realizado. Porque no tenían demanda suficiente. Porque no generaban valor.

Por último, el Estado no produce riqueza, solo la redistribuye. Cada gasto público implica extraer dinero a la sociedad, ya sea vía impuestos o vía deuda (es decir, impuestos futuros). El coste existe siempre, aunque se oculte.

Lo que no se mide, no se puede mejorar

Decir que el Estado no necesita medir beneficios es como decir que un piloto puede volar sin instrumentos. Sin precios, sin señales de mercado, sin pérdidas que obliguen a corregir errores, el Estado vuela a ciegas. Puede gastar muchísimo y equivocarse por completo, y nada lo forzará a corregirse. Solo la política, la propaganda o la presión electoral.

El liberalismo no niega que haya bienes públicos, ni que el Estado deba existir. Pero sí exige que sus funciones sean limitadas, racionales y transparentes. Que se justifique cada euro gastado, que se evalúen los resultados, que se comparen alternativas, y que se reconozcan sus límites estructurales.

Como bien explica Jesús Huerta de Soto, el mercado es un proceso dinámico de descubrimiento. En él, los errores se pagan y los aciertos se premian. No hace falta que nadie planifique todo desde arriba. Basta con permitir que los individuos cooperen libremente, respetando su propiedad y sus contratos. El orden surge espontáneamente. Pero eso requiere libertad.

¿Es cierto que el empresario explota a los trabajadores?

A menudo se escucha que el empresario es “malo”, que solo busca maximizar su beneficio a costa de explotar a sus empleados. Esta idea es un cliché que merece ser revisado.

Es verdad que algunos empresarios pueden actuar mal o aprovecharse, pero generalizar esa actitud es injusto y poco realista. La figura del empresario, tal como la entiende la Escuela Austriaca y el liberalismo, es la de un agente que busca crear valor identificando necesidades no satisfechas y organizando recursos para satisfacerlas.

En un mercado libre, un empresario que explota a sus trabajadores o no cuida a sus clientes no puede sobrevivir mucho tiempo, porque:

  • Los trabajadores pueden buscar mejores condiciones o irse, y si no las encuentran, aparecerán competidores que sí las ofrezcan.
  • Los clientes elegirán empresas que les ofrezcan mejor calidad o precio.
  • La reputación es fundamental, y las malas prácticas se pagan con pérdida de negocio.

El empresario exitoso no solo busca el beneficio inmediato, sino la sostenibilidad a largo plazo. Esto implica invertir en sus empleados, innovar y mantener la confianza de sus clientes.

Por tanto, el mercado es un mecanismo que corrige abusos y premia la creación de valor. No es perfecto, pero es mucho más eficiente y justo que cualquier sistema basado en la imposición y la planificación centralizada.

El liberalismo no es egoísmo

Desde que adopté estas ideas, he notado sorpresa o desconfianza en algunos conocidos. La palabra “liberal” a veces se asocia con egoísmo o indiferencia social. Pero el liberalismo no defiende la codicia ni la insolidaridad, sino la responsabilidad individual y la libertad para decidir.

No se trata de eliminar toda forma de ayuda, sino de que la ayuda sea voluntaria, no impuesta. Que las personas tengan libertad para asociarse, para ayudar, para crear iniciativas sin la burocracia o la arbitrariedad estatal.

Un camino personal y una invitación

Llegar a esta visión fue un proceso de lectura, reflexión y contraste con la realidad. Comprender que el Estado no puede calcular con eficiencia ni medir resultados me hizo ver el gasto público con otros ojos.

No pretendo imponer una etiqueta ni convencer a todos. Solo invito a reflexionar sobre:

  • ¿Por qué damos por sentado que lo público siempre es mejor?
  • ¿Por qué aceptamos ineficiencias en el Estado que nunca toleraríamos en el sector privado?
  • ¿Qué pasaría si exigimos al Estado la misma rendición de cuentas que a cualquier empresa?
  • ¿Y si el mercado no fuera el problema, sino la solución?

Conclusión

El liberalismo no es una ideología para ricos ni un mantra económico frío. Es una filosofía que defiende la libertad, la responsabilidad y los límites al poder político. Parte de la idea de que nadie sabe mejor que uno mismo qué necesita, y que nadie debería decidir por ti cómo vivir, producir o ayudar.

Frente al “si hace falta, se hace”, el liberalismo responde:
“Si realmente hace falta, habrá quien lo demande y quien lo haga bien. Y si no, quizá no era tan necesario.”

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