Durante muchos años compartí sin cuestionarlo el discurso habitual sobre lo público, el papel del Estado y la economía. Como muchos, pensaba que el mercado tenía su función, pero que debía ser limitado, vigilado, corregido. Que el Estado debía encargarse de “lo importante”, que lo público era sinónimo de justicia social, y que los servicios esenciales no podían dejarse al beneficio privado.
Ese modo de pensar me parecía de sentido común. Pero, poco a poco, empecé a
encontrar argumentos que no solo cuestionaban esa visión, sino que la
desmontaban desde la lógica, la ética y la economía real. A través de
vídeos y lecturas de economistas como Juan Ramón Rallo, Daniel
Lacalle y Jesús Huerta de Soto, llegué a los grandes autores del
pensamiento liberal clásico y de la Escuela Austriaca: Mises, Hayek,
Menger, Bastiat. Lo que encontré no fue un dogma, sino una forma
coherente y profunda de ver la sociedad: un respeto radical por la libertad
individual y una defensa del mercado como orden espontáneo y racional.
Hoy me considero liberal. Y una de las ideas que más ha transformado mi
forma de entender la economía es la que plantea Mises en su célebre ensayo de
1920: el problema del cálculo económico en el socialismo. Una idea
poderosa, pero ignorada.
Sin precios, el Estado no puede calcular
Mises demostró que, en una economía donde el Estado posee los medios de
producción, no pueden existir precios formados por el mercado, porque no
hay propiedad privada ni intercambio voluntario. Y si no hay precios reales, no
se puede saber el coste real de nada. No se puede calcular si una inversión
tiene sentido económico, si un servicio es eficiente, si se está creando o
destruyendo valor.
En el mercado, el empresario toma decisiones en función de precios, costes
y beneficios. Si se equivoca, pierde dinero. Si acierta, gana. El sistema
corrige sus errores automáticamente. Pero en el Estado, no hay beneficios ni
pérdidas reales, solo ejecución presupuestaria. Se gasta, se anuncia, se
inaugura, pero ¿cómo se mide si ha valido la pena? ¿Cómo sabemos si los
recursos se usaron bien?
Esa es la gran diferencia: el mercado tiene un sistema de señales y
disciplina; el Estado, no. Y eso lo vuelve inherentemente ineficiente, incluso
cuando sus intenciones son buenas.
“Si hace falta, se hace”: una idea peligrosa
Muchos, cuando escuchan esta crítica al gasto público, responden con algo
que parece de sentido común:
“Bueno, si hace falta un hospital o una carretera, se hace. No hay que
pensar en beneficios”.
Pero esa frase encierra varios problemas graves.
Primero, ¿quién decide qué es “necesario”? En el mercado, lo
decide la gente con sus actos voluntarios: pagando por lo que valora. En el
Estado, lo decide un político, un burócrata, o un planificador, sin incentivos
a acertar ni consecuencias por equivocarse.
Segundo, incluso si algo parece necesario, eso no basta. Los
recursos son escasos. Cada euro gastado en una cosa es un euro que no va a otra.
Construir un hospital puede sonar bien, pero ¿y si lo que hacía falta era
contratar médicos o modernizar el que ya existe? ¿Y si ese dinero hubiese sido
más útil en otro servicio o en manos del contribuyente que lo ganó?
Tercero, el hecho de hacer algo no garantiza que se haga
bien. España está llena de ejemplos de obras públicas inútiles: aeropuertos
vacíos, estaciones de AVE sin pasajeros, centros culturales sin actividad. Se
hicieron. Costaron millones. ¿Fueron necesarias? Tal vez sobre el papel.
Pero si hubieran dependido de una inversión privada, probablemente no se
habrían realizado. Porque no tenían demanda suficiente. Porque no generaban
valor.
Por último, el Estado no produce riqueza, solo la redistribuye.
Cada gasto público implica extraer dinero a la sociedad, ya sea vía impuestos o
vía deuda (es decir, impuestos futuros). El coste existe siempre, aunque se
oculte.
Lo que no se mide, no se puede mejorar
Decir que el Estado no necesita medir beneficios es como decir que un
piloto puede volar sin instrumentos. Sin precios, sin señales de mercado, sin
pérdidas que obliguen a corregir errores, el Estado vuela a ciegas.
Puede gastar muchísimo y equivocarse por completo, y nada lo forzará a
corregirse. Solo la política, la propaganda o la presión electoral.
El liberalismo no niega que haya bienes públicos, ni que el Estado deba
existir. Pero sí exige que sus funciones sean limitadas, racionales y
transparentes. Que se justifique cada euro gastado, que se evalúen los
resultados, que se comparen alternativas, y que se reconozcan sus límites
estructurales.
Como bien explica Jesús Huerta de Soto, el mercado es un proceso
dinámico de descubrimiento. En él, los errores se pagan y los aciertos se
premian. No hace falta que nadie planifique todo desde arriba. Basta con
permitir que los individuos cooperen libremente, respetando su propiedad y sus
contratos. El orden surge espontáneamente. Pero eso requiere libertad.
¿Es cierto que el empresario explota a los
trabajadores?
A menudo se escucha que el empresario es “malo”, que solo busca maximizar
su beneficio a costa de explotar a sus empleados. Esta idea es un cliché que
merece ser revisado.
Es verdad que algunos empresarios pueden actuar mal o
aprovecharse, pero generalizar esa actitud es injusto y poco
realista. La figura del empresario, tal como la entiende la Escuela
Austriaca y el liberalismo, es la de un agente que busca crear valor
identificando necesidades no satisfechas y organizando recursos para
satisfacerlas.
En un mercado libre, un empresario que explota a sus trabajadores o no
cuida a sus clientes no puede sobrevivir mucho tiempo, porque:
- Los
trabajadores pueden buscar mejores condiciones o irse, y si no
las encuentran, aparecerán competidores que sí las ofrezcan.
- Los
clientes elegirán empresas que les ofrezcan mejor calidad o precio.
- La
reputación es fundamental, y las malas prácticas se
pagan con pérdida de negocio.
El empresario exitoso no solo busca el beneficio inmediato, sino la sostenibilidad
a largo plazo. Esto implica invertir en sus empleados, innovar y mantener
la confianza de sus clientes.
Por tanto, el mercado es un mecanismo que corrige abusos y premia la
creación de valor. No es perfecto, pero es mucho más eficiente y justo que
cualquier sistema basado en la imposición y la planificación centralizada.
El liberalismo no es egoísmo
Desde que adopté estas ideas, he notado sorpresa o desconfianza en algunos
conocidos. La palabra “liberal” a veces se asocia con egoísmo o indiferencia
social. Pero el liberalismo no defiende la codicia ni la insolidaridad, sino la
responsabilidad individual y la libertad para decidir.
No se trata de eliminar toda forma de ayuda, sino de que la ayuda sea
voluntaria, no impuesta. Que las personas tengan libertad para asociarse, para
ayudar, para crear iniciativas sin la burocracia o la arbitrariedad estatal.
Un camino personal y una invitación
Llegar a esta visión fue un proceso de lectura, reflexión y contraste con la
realidad. Comprender que el Estado no puede calcular con eficiencia ni medir
resultados me hizo ver el gasto público con otros ojos.
No pretendo imponer una etiqueta ni convencer a todos. Solo invito a
reflexionar sobre:
- ¿Por
qué damos por sentado que lo público siempre es mejor?
- ¿Por
qué aceptamos ineficiencias en el Estado que nunca toleraríamos en el
sector privado?
- ¿Qué
pasaría si exigimos al Estado la misma rendición de cuentas que a
cualquier empresa?
- ¿Y si
el mercado no fuera el problema, sino la solución?
Conclusión
El liberalismo no es una ideología para ricos ni un mantra económico frío.
Es una filosofía que defiende la libertad, la responsabilidad y los límites al
poder político. Parte de la idea de que nadie sabe mejor que uno mismo qué
necesita, y que nadie debería decidir por ti cómo vivir, producir o ayudar.
Frente al “si hace falta, se hace”, el liberalismo responde:
“Si realmente hace falta, habrá quien lo demande y quien lo haga bien. Y si
no, quizá no era tan necesario.”
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